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lunes, 20 de agosto de 2012

PAISAJES SUBTERRÁNEOS: LA CUEVA DEL TORO


Un recorrido a través de la panza del rumiante de Alcudia de Veo con el Club De Espeleología L’Horta

 "La lava, porosa en ciertos lugares, presentaba pequeñas ampollas redondeadas: cristales de cuarzo opaco, adornados con límpidas gotas de vidrio y suspendidos en la bóveda como lámparas, parecían iluminarse a nuestro paso. Se hubiera dicho que los genios de la sima iluminaban su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra".
Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra

16.08.12. Ahí estaba. A oscuras. Había apagado los LED de mi casco para poder concentrarme en el rumor del agua. Acuclillada precariamente contra la pared de la galería,  agucé el oído esperando escuchar el viaje de una furtiva gota en caída libre desde el techo. Esa gota de agua que,  a lo largo de varias eras geológicas, había ido esculpiendo sobre mi cabeza la historia de la Tierra. Y sí, sentí una gota, tibia, en la mejilla. Una lágrima. Abrí los ojos y orienté la luz hacia el techo para contemplar por última vez las estalactitas azules cuya visión me había producido una emoción incontenible. Me sentí privilegiada. Tan sólo había otra cueva en España, al menos hasta donde mi conocimiento alcanzaba, con semejantes tesoros azules. Pero ésta quedaba en Asturias, en las inmediaciones del pueblo de Oceño,  a muchos kilómetros de distancia.

Estalactitas azules



Hacía unos minutos que el resto del equipo de espeleólogos había vuelto sobre sus pasos para proseguir con la exploración y no tardarían en regresar a por mí. Apoyándome en una estalagmita alta y gruesa, columna natural a medio construir,  me incorporé y avancé un par de metros en su busca. A la izquierda, en una hoquedad al alcance de mi mano, se habían formado estalactitas delgadas y puntiagudas que recordaban afilados lapiceros y cuya punta exudaba un diamante de agua. Me quité los guantes y recogí una de aquellas gotas relucientes con la yema de los dedos. La variedad de colores y formas, desde la tonalidad aguamarina del carbonato de cobre a los colores terrosos del hierro, componía un cuadro de singular belleza.  

Bóveda de estalactitas

Al poco, vi asomar la llama del carburero de Javi que arrojaba una intensa luz amarilla y de halo redondo. “No sabíamos dónde estabas, no te entretengas”. Le pedí perdón al presidente del club y volví tan apresuradamente como pude a mi posición en el grupo, detrás de él y delante del fornido Jesús, a quien se le había encomendado la penosa tarea de velar por mi seguridad. Acabábamos de abandonar la sala de las banderas (bautizada así por la abundancia de dichos espeleotemas)  y  nos dirigíamos ahora al final de la espelunca. El nivel del agua había bajado bastante con respecto al principio.  Cuando atravesamos la boca de la cueva, una grieta de apenas 3 x 1.5m de ancho, el agua nos llegaba a la altura de las rodillas y, a medida que la gruta nos engullía, el nivel fue ascendiendo hasta el cuello, de modo que hubimos de avanzar a nado varios tramos. A pesar de encontrarnos en plena ola de calor estival, mi doble capa de neopreno de 2.5 mm, uno largo y otro corto encima a manera de jubón, se hacía un mal necesario.

Sala de las banderas

Me movía con la inseguridad y lentitud de una neófita, buscando, a veces a tientas, una buena secuencia de agarres para pies y manos entre las brumas del vapor de nuestro aliento y reprimiendo de vez en cuando una ligera sensación de claustrofobia. Estábamos en un paso de estrechos y agradecí que la corpulencia de mis acompañantes los obligara a avanzar despacio.  La cavidad tenía una longitud total de 318m con un desnivel de 13m.  Acostumbrada al casco de escalada, empezaba a acusar el peso extra del de espeleología  y a veces se me quedaba atorado entre las paredes. Me dio por pensar que sería parecido a cómo debía sentirse un bebé pugnando por atravesar las caderas maternas. Poco después de remontar una pequeña cascada de agua de unos 2m de altura llegamos a nuestro destino final: un lago subterráneo más allá del cual se abría el sifón de mayor tamaño de la cueva, punto de enlace con la última galería descrita. Un hilo guía se adentraba en las profundidades pero ninguno de nosotros estaba capacitado para intentarlo, salvo Juan “sin miedo”, el más veterano del grupo, quien lo había superado en varias ocasiones sin la más mínima noción de espeleobuceo ni otro equipamiento que el neopreno, cosa totalmente desaconsejada. Pero bueno, ya se sabe, a los de la vieja escuela normas aparte.

Atravesando los estrechos

El camino de vuelta, siguiendo la corriente de agua, se hizo más corto, tal vez por la euforia de haber completado la travesía subterránea sin grandes percances, a excepción de un pequeño apuro que pasé en un sifón y que me dispongo a relatar ahora. A la ida había superado sin dificultad dos pequeños tramos sifonados, el primero incluso con un pequeño espacio de aire. Sin embargo, al llegar a la zona de la cueva señalada con la flecha roja en el croquis, topamos con un sifón más grande, de unos 3m.  Era consciente de que ésta iba a ser la prueba más dura, dónde realmente iba a verle los cuernos al Toro. Y así fue.

Cascada subterránea

 Jesús me alumbraba desde la retaguardia y me sumergí para inspeccionar visualmente el paso y detectar posibles zonas de riesgo, sobre todo salientes de roca que pudieran infligir algún corte. Desde esta primera inmersión, constaté lo difícil que resultaba hundirme y contrarrestar la flotabilidad del neopreno, que para colmo era doble en mi caso. Jesús me recomendó agarrarme a la roca para impulsarme hacia abajo pero me costaba un esfuerzo sobrehumano. Era la lidia contra el Toro. Y como dicen que a la tercera va la vencida, en el tercer intento y a sabiendas de que mi apnea es bastante limitada, me impulsé con toda la fuerza que pude y conseguí pasar el cuerpo hasta la cintura. Pero con tan mala suerte que una de las cintas que llevaba para entallarme el neopreno se me enganchó en la roca, dejándome atrapada. Por un momento, me invadió el pánico, se acababan las reservas de oxígeno en mis pulmones y no sabía qué me estaba reteniendo allí abajo. Apelé entonces al instinto de supervivencia, me palpé el traje y forcejeé, enseguida noté como la cinta se soltaba rápidamente y me dejaba libre. Cogí la mano que Juan me tendía desde el otro lado, necesitaba aire urgentemente y al sacar la cabeza di unas cuantas bocanadas con desesperación. Es curioso cómo puede dilatarse el tiempo en estas situaciones.

Inspeccionando el sifón

Al volver, y con el desagradable recuerdo todavía fresco en la memoria, opté por vadear este sifón por un paso lateral (v. croquis abajo) y no exento de cierta dificultad, atentos aquellos que no hayan practicado escalada. Dos cortas inmersiones en los sifones que quedaban y al fin, recortándose a contraluz, la boca del Toro, por donde abandonamos, satisfechos, sus entrañas. El cielo, de azul brillante, me acogía de nuevo en su seno. No pude evitar acordarme del alivio que debieron experimentar los mineros chilenos al volver a ver la luz del sol después de permanecer más de 70 días atrapados bajo tierra. 
Con las botas encharcadas emitiendo una embarazosa sinfonía, nos desprendimos de los cascos y tomamos una foto de grupo con el disparador automático de la cámara subacuática. Teníamos que inmortalizar nuestro pequeño momento de gloria.

Club Espeleologia l'Horta. De izqda a drcha: Jesús, Javi (abajo), Noelia y Juan. 

 La cueva de “El Toro” había sido mi primera incursión en el universo de la espeleología. No sería la última. 

INFORMACIÓN DE INTERÉS:
  • Topografía de la cueva: Atención a las bifurcaciones, hay galerías sin salida.
 
  













  • Díptico informativo: 
           www.alcudiadeveo.es/files/LaCuevaToro.pdf
  • Ruta wikiloc en automóvil desde el club (Paiporta) a Alcudia de Veo. Dejamos el vehículo en el punto de destino y bajamos por una ladera siguiendo la señal : "Fuente del Toro" por el barranco de Chelva. Domina el paisaje de alcornocales: 
          http://es.wikiloc.com/wikiloc/view.do?id=3209447

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